Mi escuela primaria estaba frente al paseo del Prado en La Habana. Era una antigua casona que imagino sus dueños se vieron forzados abandonar cuando el castrismo llegó a la isla. Cada habitación del lugar fue convertida en pequeñas aulas y junto con las horribles ampliaciones que se hicieron, la casa fue transformada en una cuartería educacional.
De aquella época recuerdo particularmente cuando cursaba el tercer grado. La que había sido mi profesora hasta aquel momento – Marta Lavín se llamaba y según mi madre era de las maestras de verdad, de las de “antes”- tuvo que abandonar el oficio. Su garganta, después de tantos años educando, no soportó más. Fue reemplazada por una regordeta Makarenko que aún no terminaba sus estudios. Llegó con el uniforme típico con dos tonos de verde, esos que incluían aquellas faldas que eran una especie de short con babero. En aquel tiempo muchas de ellas tuvieron que salir a cubrir el déficit de profesores que se estaba produciendo. Era el año 1980.
Mi nueva profe era una chica de los nuevos tiempos. Llena de moral socialista, liberación sexual y mediocridad a toda prueba. En un viaje que hicimos a Tarará, recuerdo que adquirió fama de ninfómana. A la gordita le gustaba retozar. Poseía grandes habilidades sociales, podía pasarse media hora de una clase hablando con otra persona en la puerta del aula. Nosotros éramos felices, en vez de estar aprendiendo a sumar, jugábamos. Misteriosamente nuestras horas de educación física se vieron triplicadas. Pasábamos mucho tiempo jugando al burrito 21 en el Prado. Total, teníamos 8 años y toda la vida por delante para aprender.
No recuerdo el nombre de esta mujer, sólo su cara y fisionomía. Más allá del desastre que pudo causar a corto plazo en mi educación, no he podido olvidarla por otro motivo. Mis padres decidieron quedarse en Cuba a pesar de que toda mi familia, a excepción de un tío que vivía con nosotros, habían decidido marcharse cuando la desgracia de la dictadura comenzaba. Mi tío por estar en edad militar tuvo que quedarse y prácticamente ser criado por mi madre. Ese año se pudo marchar. La sombra de la duda cayó sobre nosotros. Mi profesora, al conocer la noticia, olvidó su liviandad y falta de profesionalidad. Con una cara circunspecta que descuadraba con su licenciosa vida sexual y dudoso desempeño docente, me interrogó sobre si mi familia tenía intenciones de abandonar Cuba. Yo no contesté nada. Para qué quería la información, sólo Dios sabe. Prefiero pensar que era burda chismosería. Todavía busco su rostro y no sé porque me la represento meneando su regordete culo en Miami al son de alguna orquesta de intercambio.
De aquella época recuerdo particularmente cuando cursaba el tercer grado. La que había sido mi profesora hasta aquel momento – Marta Lavín se llamaba y según mi madre era de las maestras de verdad, de las de “antes”- tuvo que abandonar el oficio. Su garganta, después de tantos años educando, no soportó más. Fue reemplazada por una regordeta Makarenko que aún no terminaba sus estudios. Llegó con el uniforme típico con dos tonos de verde, esos que incluían aquellas faldas que eran una especie de short con babero. En aquel tiempo muchas de ellas tuvieron que salir a cubrir el déficit de profesores que se estaba produciendo. Era el año 1980.
Mi nueva profe era una chica de los nuevos tiempos. Llena de moral socialista, liberación sexual y mediocridad a toda prueba. En un viaje que hicimos a Tarará, recuerdo que adquirió fama de ninfómana. A la gordita le gustaba retozar. Poseía grandes habilidades sociales, podía pasarse media hora de una clase hablando con otra persona en la puerta del aula. Nosotros éramos felices, en vez de estar aprendiendo a sumar, jugábamos. Misteriosamente nuestras horas de educación física se vieron triplicadas. Pasábamos mucho tiempo jugando al burrito 21 en el Prado. Total, teníamos 8 años y toda la vida por delante para aprender.
No recuerdo el nombre de esta mujer, sólo su cara y fisionomía. Más allá del desastre que pudo causar a corto plazo en mi educación, no he podido olvidarla por otro motivo. Mis padres decidieron quedarse en Cuba a pesar de que toda mi familia, a excepción de un tío que vivía con nosotros, habían decidido marcharse cuando la desgracia de la dictadura comenzaba. Mi tío por estar en edad militar tuvo que quedarse y prácticamente ser criado por mi madre. Ese año se pudo marchar. La sombra de la duda cayó sobre nosotros. Mi profesora, al conocer la noticia, olvidó su liviandad y falta de profesionalidad. Con una cara circunspecta que descuadraba con su licenciosa vida sexual y dudoso desempeño docente, me interrogó sobre si mi familia tenía intenciones de abandonar Cuba. Yo no contesté nada. Para qué quería la información, sólo Dios sabe. Prefiero pensar que era burda chismosería. Todavía busco su rostro y no sé porque me la represento meneando su regordete culo en Miami al son de alguna orquesta de intercambio.
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