martes, 29 de diciembre de 2009

Efímeros souvenirs.

Hace algunos años, irse de Cuba era un acto incorregible y definitivo. Buscando saciar ansias perentorias, que podrían agruparse en el significado más amplio de libertad, partíamos. Esos viajes nos llevaban al no retorno, al desarraigo y lamentablemente al desvínculo emocional con nuestros seres queridos.

En nuestras casas originarias pasábamos a ser habitantes fotográficos, entes que aparecían en los recuerdos, huellas en la memoria que al igual que en la playa, el mar de la lejanía iría borrando. Nos convertimos en los corresponsales de la esperanza, informando año tras año que el futuro existe fuera de Cuba, pero ocultando – quizá por orgullo- que el derecho a usarlo se pagaba en amargas cuotas anuales de tristeza y soledad, monedas que expresan la separación familiar.

Años después y gracias a lo inevitable, pudimos volver. Fuimos cargados de regalos y miedos. En las maletas se llevaban disímiles culpas, muertos a los que no pudimos decirle adiós, padres avejentados y solos, hijos que no vimos crecer y para los que ahora somos un Santa Claus culposo. Durante el tiempo de visita el sufrimiento vivido se camufla entre las anécdotas y recuerdos gratos. Cada instante es un símil de un álbum fotográfico en el que no existen momentos amargos.

Los minutos de la visita finalmente se agotan y volvemos a nuestro estatus de extraño, a exiliarnos nuevamente en el mundo de los recuerdos, a vestirnos de lejano. Poco a poco las nuevas memorias también se irán diluyendo como la bola de nieve que una nieta que vive en tierras frías, le lleva a su abuelo caribeño. Cada gota que desprende el acalorado hielo es un pedazo de nosotros mismos que inevitablemente se evaporará.


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