El 15 de enero de 1995 me fui de Cuba. Hoy se cumplen 15 años de que soy un extranjero vitalicio, un exiliado a tiempo completo. Utilizo el término exiliado porque creo que de no haber sido por la dictadura de Castro nunca hubiese abandonado mi país. El absurdo en que convirtió a la sociedad cubana me obligó a marcharme.
Tenía 23 años recién cumplidos y una obsesión por optar libremente sobre mi futuro. Creo que también, inconscientemente, quería redimir el desencanto de mis padres. Tercamente habían decidido quedarse en Cuba y la historia les escupió amargamente la cara. Además tengo que confesar que nunca simpaticé con la cultura de sacrificios estériles, que cínicamente imponía la locura de Fidel Castro.
Recuerdo que días antes de partir un amigo de mi cuñado me aconsejó que olvidara a las palmeras, el Malecón y cuanta cosa me hiciera sucumbir ante la nostalgia. Nunca más lo vi para decirle que – al menos parcialmente- cumplí con su consejo. Me fui a Chile. Volé hacia el sur en un avión de Cubana de Aviación sobre un desierto de nubes. La travesía fue quieta pero la tormenta estaba dentro de mí. Pretendía encontrar la forma de retener cada recuerdo tal cual como los había vivido, de encapsular los olores. Los años me enseñaron que era imposible. La memoria tiene la filosofía de un álbum de fotos, los malos recuerdos siempre son marginados.
En Santiago de Chile el aire me olió a goma quemada, no había palmeras, el mar quedaba detrás de una cordillera y pese a todo lo pude soportar. Las personas eran hoscas, distantes y también lo soporté. No había dominó, ni baseball, ni plátanos fritos y seguí soportando. Lo que nunca superé fue la ausencia de recuerdos locales. Era una ciudad que no tenía huellas mías y que lamentablemente no las ha dejado en mí. Sin embargo, le estoy agradecido.
La Habana es parte de mí. Allí están los parques en que descarné mis rodillas en el intento de domar una bicicleta. Están las paredes en las que pinté con tiza, un cuadro que indicaba la zona de strike para jugar pelota callejera. En algunos de sus callejones oscuros satisfice las urgencias hormonales de la adolescencia con una muchacha. En el muro que marca la frontera con el mar, mi atareado padre asumía las efímeras presencias lúdicas que tuvo en mi vida. Yo soy parte de La Habana.
Tenía 23 años recién cumplidos y una obsesión por optar libremente sobre mi futuro. Creo que también, inconscientemente, quería redimir el desencanto de mis padres. Tercamente habían decidido quedarse en Cuba y la historia les escupió amargamente la cara. Además tengo que confesar que nunca simpaticé con la cultura de sacrificios estériles, que cínicamente imponía la locura de Fidel Castro.
Recuerdo que días antes de partir un amigo de mi cuñado me aconsejó que olvidara a las palmeras, el Malecón y cuanta cosa me hiciera sucumbir ante la nostalgia. Nunca más lo vi para decirle que – al menos parcialmente- cumplí con su consejo. Me fui a Chile. Volé hacia el sur en un avión de Cubana de Aviación sobre un desierto de nubes. La travesía fue quieta pero la tormenta estaba dentro de mí. Pretendía encontrar la forma de retener cada recuerdo tal cual como los había vivido, de encapsular los olores. Los años me enseñaron que era imposible. La memoria tiene la filosofía de un álbum de fotos, los malos recuerdos siempre son marginados.
En Santiago de Chile el aire me olió a goma quemada, no había palmeras, el mar quedaba detrás de una cordillera y pese a todo lo pude soportar. Las personas eran hoscas, distantes y también lo soporté. No había dominó, ni baseball, ni plátanos fritos y seguí soportando. Lo que nunca superé fue la ausencia de recuerdos locales. Era una ciudad que no tenía huellas mías y que lamentablemente no las ha dejado en mí. Sin embargo, le estoy agradecido.
La Habana es parte de mí. Allí están los parques en que descarné mis rodillas en el intento de domar una bicicleta. Están las paredes en las que pinté con tiza, un cuadro que indicaba la zona de strike para jugar pelota callejera. En algunos de sus callejones oscuros satisfice las urgencias hormonales de la adolescencia con una muchacha. En el muro que marca la frontera con el mar, mi atareado padre asumía las efímeras presencias lúdicas que tuvo en mi vida. Yo soy parte de La Habana.
En el Morro, al otro lado de la bahía de La Habana, hay un foso que tiene el suelo de arena. Al final del mismo existe un pequeño acantilado. Allí nos bañábamos de pequeños mis amigos y yo. Desde las rocas nos lanzábamos al agua. Un salto, un brevísimo momento de vuelo y después sumergirse en el mar recibiendo el placer de un abrazo líquido. Ese es mi recuerdo habanero más feliz. Como en el Ciudadano Kane, ese lugar es mi “capullo de rosa”.
Es el primer post que leo de este blog. Me has conmovido.
ResponderEliminarSiento mucho que vivas ahí. En Santiago de Chile vive un cubano a quien quiero mucho. Una chilena lo tiene secuestrado... y él ni se da cuenta!
Ojalá que tu capullo de rosa no se congele nunca. Que vivir en el fin del mundo (y de cabeza) no te embote los sentidos.
Felicidades en tus Nuevos 15 y espero que un dia entremos en nuestra tierra libre.
ResponderEliminarOtro cubano
Soy cubano, actualmente en Miami, salí de Cuba en el 2004 para Santiago de Chile, estuve en, para mi, esa hermosa ciudad, durante 4 años y añoro cada día esa ciudad, siento nostalgia cada día de ese Santiago de Chile, nostalgia de su smog, de su frio, de las lluvias acidas en el invierno, salí de Chile hace ya 2 años y no me acabo de adaptar a los Estados Unidos, además de que profesional y economicamente en Chile me fue muy bien. Te envidio si aun estás en Chile
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